Fragmento de«Las niñas perdidas de la Colonia»
El coche de Clara avanzó con lentitud, resiguiendo las solitarias curvas de la carretera. Esta trazaba un sinuoso recorrido entre los extensos campos que se disponían aquí y allá, tan solo salpicados por dispersos bosquecillos de pinos o alguna solitaria Masía. Hacía ya unos kilómetros que había abandonado la carretera principal y, a medida que se acercaba,su mente intentaba reclamar los detalles de aquel paisaje como algo suyo.
Tan solo vivió cuatro años en aquel paraje, pero había arraigado de un modo intenso en su interior.Tras la última curva cerrada estacionó en el arcén, con la intención de admirar con más detenimiento el entorno, y su antiguo pueblo destacó en la lejanía. Se encontraba a tan solo hora y media de su casa en la ciudad, pero en todos aquellos años no había reunido el valor suficiente para volver y, en ese preciso instante, acababa de descubrir el por qué. En su mente creyó haber vivido en un sueño, un lugar que no era real, tan bello y mágico como un cuento de hadas. Estar allí, ahora, la obligó a despertar de aquel sueño y descubrir que ni los campos eran tan verdes, ni los árboles tan altos, ni el cielo tan azul como ella había recreado en su imaginación. Probablemente había magnificado todos esos detalles en busca de algún buen recuerdo al que aferrarse, intentando olvidar todos aquellos que le habían roto el corazón. En realidad, ella había echado tanto de menos ese lugar cuando la arrancaron de allí, que ver ahora esos campos, tan parecidos a cualquier otro, la embargó de tristeza. Esperaba que le sucediera lo mismo al encontrase con sus antiguos vecinos, que su mente hubiera exagerado sus miradas de odio y sus palabras de desprecio, que sus recuerdos solo fueran una fantasía.
Miró el reloj, comprobando que ya había malgastado tiempo suficiente como para no llegar puntual al funeral. La gente solía presentarse antes de hora, con la intención de saludarse y ponerse al día sobre sus vidas. Precisamente eso era lo que ella intentaba evitar, no deseaba entablar conversación con nadie. Pretendía aparecer cuando el sepelio ya estuviera iniciado, sin hacer ruido, y deslizarse en los últimos bancos sin despertar sospechas.
Atravesó el pequeño pueblo resiguiendo la calle principal, ahora vacía y desolada, con las persianas de los comercios medio bajadas en señal de duelo. Debido a la influencia de la familia Nichols─los Amos─ en la vida de los habitantes de la zona, todo el mundo, sin excepción, habría asistido al entierro. En una de las porterías divisó el cartel de la «Posada Montañesa», un pequeño hotel rural donde había reservado habitación para esa misma noche. En las fotos que pudo ver en internet, donde se había informado, se podía apreciar que era un alojamiento sencillo pero muy acogedor. Solo esperaba que los dueños no la recordaran o que fueran nuevos en la zona, aunque había tenido la precaución de dejar un nombre falso. Si algo no le apetecía era que la estuvieran esperando con la intención de interrogarla.
En cuanto bajó del coche, el fino tacón de sus zapatos se hundió en la tierra blanda y húmeda del jardín situado frente a la iglesia, y los nervios comenzaron a hacer acto de presencia. El antiguo patio de la escuela estaba vacío, tal como había previsto, aunque por un momento creyó poder oír la voz de la Señorita Puig deseándole unas buenas vacaciones. Esa fue la última vez que estuvo en aquel decadente lugar. La relación con la maestra se prolongó durante unos años mas, en los que habitualmente hablaban por teléfono y la visitaba de vez en cuando, hasta que un infarto inesperado se la llevó, hacía ya cinco largos años.
Antes de abrir la pequeña puerta, que permitía introducirse en la iglesia evitando mover la majestuosa y pesada madera tallada de la entrada principal, Clara estudió su elegante vestido negro, su chaqueta entallada y sus zapatos de tacón, comprobando que estuvieran perfectos. Repasó su peinado, intentando descubrir algún mechón rebelde que hubiera escapado a su tirante recogido en la nuca, y se dispuso a abrir, con la intención de entrar sigilosamente a través del estrecho acceso. Pero las bisagras oxidadas, tras años a la intemperie, chirriaron en un quejido fuerte y sonoro. Sorprendida, Clara decidió cambiar de táctica al ver como todas las miradas de los asistentes se posaban en ella. Taconeó con seguridad hasta uno de los bancos libres y consiguió sentarse en él, en el mismo instante en que dos rasgados ojos verdes levantaban la vista y se quedaban fijos en ella.
Andrew estaba convencido de que no vendría, a pesar de que él había sido el encargado de enviarle el telegrama. Tras saludar a prácticamente todo el pueblo y buscarla en cada mujer morena que llegaba, se convenció de que las probabilidades de que su abuela la hubiera convencido con su carta eran prácticamente inexistentes. Si no lo había hecho en todos aquellos años…Pero allí estaba, era ella, a pesar de no reconocer a la niña que lo había cautivado: tan dulce, tan vulnerable… Se había convertido en una mujer increíblemente bella; su elegancia le recordaba a su abuela, las dos la habían adquirido de un modo innato, sin artificios. Aunque la distancia a la que se encontraban era considerable, pudo sentir como aquellos azules ojos lo atravesaban con auténtico menosprecio. Con una sola mirada removió todo su interior y consiguió que volviera a sentirse un ser miserable, tal como había sucedido veinte años atrás.
Tras unos segundos, en los que Andrew se quedó mudo y el rumor de los presentes inundó todo el espacio, el reverendo llamó al orden y pidió al nieto de la difunta Sra. Nichols que continuara con la lectura. La ceremonia transcurrió con normalidad y Clara esperó sentada a que todos los presentes salieran, aguantando paciente sus miradas inquisidoras, deseosas de corroborar que aquella mujer era la «niña perdida» que ellos humillaron una vez.
Cuando solo quedó el silencio como acompañante, se acercó con sigilo al féretro abierto, que mostraba a una Señora Nichols prácticamente idéntica a la que ella recordaba. Los años le habían regalado algunas arrugas más y el pelo lucía totalmente blanco, pero aun conservaba su clásica belleza refinada, un rostro de rasgos elegantes y a la vez bondadosos. Algunos recuerdos comenzaron a agolparse en su mente, momentos de felicidad que había compartido con ella. La constancia de que aquello jamás volvería la entristeció sin remedio, consiguiendo que finas lágrimas iniciaran un silencioso descenso por su rostro, mientras un nudo subía lentamente por su garganta a riesgo de explotar si no se alejaba de allí. Mientras rebuscaba con impaciencia en su bolso dispuesta a encontrar un pañuelo que borrara cualquier signo de debilidad, varios pasos resonaron sobre el pulido suelo de mármol de la iglesia. Una masculina mano le ofreció un pequeño retal de ropa perfectamente doblado, rígido debido al exceso de almidón, y envuelto en un refrescante aroma a rosas. Sabía que era Andrew antes incluso de que hablara
─Toma, se que ahora esto ya no se lleva, habitualmente uso los desechables, pero ya sabes como es mi madre…, ¡imposible contradecirla! Dice que limpiarse las lágrimas en un funeral con pañuelos de papel debería estar prohibido.
Clara aceptó el pañuelo en silencio. Siguió con la vista fija al frente durante unos segundos más, tan solo el tintineo de las figurillas de su pulsera parecían revelarse contra su deseo de ignorar a su acompañante. Lentamente fue alejando la mirada del rostro de la difunta Sra. Nichols y la fijó en un atril, donde reposaba una gran foto de la mujer posando sonriente sobre su caballo «Gitano». Una infantil mano, (que reconoció como suya), sujetaba las riendas, pero alguien había recortado la imagen con la intención de que solo el caballo y su amazona fueran los protagonistas. Andrew aprovechó el descubrimiento, intentando conseguir unas palabras de aquella boca que tanto había deseado, poder volver a oír su voz después de tanto tiempo:
─Mi abuela adoraba esta foto…, bueno, la original. Cuando te fuiste la colgó en su habitación y a veces la sorprendía mirándola con lágrimas en los ojos
La voz de Clara sonó seca y concisa
─Que yo recuerde no me fui, mas bien me llevaron en contra de mi voluntad. Tu abuela era una buena mujer, si estoy aquí es por ella. Nadie más en este pueblo merece un minuto de mi tiempo
Clara levantó la vista y miró directamente a los ojos sorprendidos de Andrew. El odio que los suyos transmitían lo dejó sin palabras. Sabía que debía hablar con ella sobre lo que pasó veinte años atrás, pero aun no era el momento, debía tener paciencia. Volvió a sonreír y a hablar en un tono despreocupado:
─Veo que sigues siendo una rebelde sin miedo a nada.─ Bajó la voz y añadió en un tono que a ella le pareció demasiado íntimo, acercando su cuerpo al suyo ─ .Y eso…me sigue gustando.
Clara lo miró sorprendida. ¿Cómo se atrevía después de todo lo que había sucedido entre ellos? .El comentario dejaba claro que él no se sentía culpable de algo de lo que hizo en el pasado, pero ella no estaba dispuesta a mostrarse como la niña temerosa que fue entonces.
─Me parece que no te das cuenta de que en este pueblo de mala muerte poco importa que seas un actor al que persiguen las mujeres sin tregua. He venido al funeral de tu abuela y, con un poco de suerte, mañana volveré a mi casa y me olvidaré de este sitio y de ti para siempre.
Andrew sonrió. Una de aquellas sonrisas de actor estudiadas que hacían que el corazón de las mujeres palpitara con más energía de la habitual. Pero Clara estaba demasiado ofuscada y dolorida como para seguir ese estúpido juego, así que dio media vuelta y se alejó con paso firme.
El no se dio por vencido y alzó la voz al recordarle:
─Mañana tienes que venir a la lectura del testamento. ¡Será en casa de mi abuela, a las cinco!
El sonido de la puerta, cerrándose en un golpe seco, se dispersó a lo largo del alto techo del templo, produciendo un lejano eco que fue apagándose gradualmente hasta enmudecer. Andrew se sentó en uno de los bancos y miró a su abuela, que yacía inerte con gesto tranquilo
─Abuelita…, esto va a ser más difícil de lo que pensabas…
Tras cerrar con un brusco portazo, Clara se encontró frente a toda la gente que había intentado evitar. Ninguno se había marchado, conscientes de que no había otra escapatoria para ella, y el rumor general que revoloteaba por el aire fue disminuyendo hasta convertirse en un incómodo silencio .
De pronto, una mujer de avanzada edad, que andaba con dificultad apoyándose en un bastón, se acercó hasta ella. Apoyaba su cuerpo en el brazo de otra mujer mas joven y en ella creyó descubrir los rasgos bondadosos de la antigua cocinera. La anciana sonrió al ver que la había reconocido y abrió los brazos ofreciéndole consuelo
─Clara, mi niña…Soy Margarita, ¿no me recuerdas?
Clara corrió a su encuentro y se hundió en sus brazos. Estaba preparada para la hostilidad y la curiosidad insana, pero no esperaba encontrar a nadie que le mostrara algo de afecto. El calor de ese abrazo la transportó a tiempos lejanos y, durante unos segundos, volvió a ser aquella niña que lloraba por su vestido. Sollozó con la cabeza escondida bajo aquellos amorosos brazos hasta que la gente se fue dispersando, alejándose de allí en silencio, decepcionados de no haber asistido a ninguna escena digna de comentar. La mujer lloraba con ella y tan solo repetía
─Ella te quería tanto…Sufrió tanto cuando te llevaron…
Cuando los ánimos se hubieron calmado, las tres mujeres conversaron sobre sus vidas. Descubrió que Margarita vivía con su hija en un pueblo a unos 200 km de allí, desde que se había jubilado diez años atrás. La hija de la Señora Nichols había enviado a la Torre una nueva cocinera británica, que no paraba de enfatizar todo lo inglés y despreciar todo lo del país que la había acogido. No fue más que otra táctica para que la anciana echara de menos la vida allí y abandonara para siempre la Colonia. Pero ella jamás quiso dejar su casa, su país de origen, y vivió sola hasta su muerte, a excepción de algunas temporadas en las que su nieto descansaba de algún rodaje y se retiraba a la mansión durante unos pocos días.
Tras despedirse de la cocinera y de su hija, Clara se acercó paseando hasta el pequeño cementerio que se encontraba detrás de la iglesia. Las lápidas de su familia estaban dispuestas en un lateral del recinto, junto al gran mausoleo de los Nichols. La propia señora Nichols se había encargado de conseguir que los cuerpos de su padre y de su hermana reposaran junto al de su madre.
La pulcra limpieza del mármol que cubría las lápidas la sorprendió, así como encontrar un pequeño ramo de violetas, tanto en la de su madre como en la de su hermana. Como todo lo que concernía a su familia, su mente había preferido olvidarlo, pero en ese momento recordó que era la flor preferida de su madre y los tallos aun estaban húmedos, como si las acabaran de recolectar en el campo. Quizás Margarita las había dejado allí, le había comentado que antes del funeral había visitado el cementerio, pero ya no podría preguntárselo, su hija le había explicado que debía volver a su casa esa misma tarde, pues era mayor y estaba recibiendo un tratamiento médico que no podía abandonar.
Un pequeño jilguero se posó atrevido sobre el borde superior de la lápida, iniciando un canto alegre que desafiaba la tristeza que flotaba en el ambiente. Clara se sintió cómplice de aquel pequeño animal que la miraba fijamente a través de sus diminutos ojos negros y que, de modo inocente, le robó una tímida sonrisa. Ella también se consideraba ajena a todo aquello, tampoco la había entristecido demasiado leer aquellos nombres grabados en el mármol, ya no, sus lágrimas se habían secado hacía demasiado tiempo. Era su única familia, sin embargo, no conseguía que el pesar se apoderara de su corazón al pensar en ellos
La comitiva del sepelio avanzó despacio, en dirección al majestuoso mausoleo familiar. Los lloros, (según ella desmesurados) de la Sra. Mathew, alejaron al pequeño jilguero, que salió espantado hacia el nítido cielo que se desplegaba sobre la inmensidad del bosque. Clara, ignorando al numeroso grupo de gente que se acercaba a través de los pasillos entre las tumbas solitarias, levantó la vista persiguiendo a su pequeño amigo y descubrió bajo la encina, sobre un pequeño montículo al otro lado del muro del cementerio, una figura observando la escena. Era un hombre mayor, su abatido cuerpo se apoyaba en un bastón, mientras la otra mano se sujetaba como podía al ancho tronco centenario. Desde donde estaba, no pudo divisar de quien se trataba. Oyó los gemidos de angustia más cercanos y se apresuró a escapar por la puerta de atrás del cementerio, la que comunicaba directamente con la iglesia. Antes de abandonar el recinto se giró en busca de aquel hombre que con un solo gesto la había conmovido tanto, pero ya nadie descansaba junto al árbol. La imagen había desaparecido.
Arrancó el coche y se dirigió a la Posada, donde probablemente la estaban esperando. La calle principal había retomado el bullicio habitual de un sábado, los comercios habían vuelto a abrir sus puertas y varias mujeres caminaban cargadas de bolsas, parando cada pocos pasos para saludarse entre ellas y formar pequeños corrillos. Deseaba no ser el tema de conversación de esas reuniones improvisadas, aunque supuso que a esa hora ya nadie se acordaría de su presencia en el funeral.
En el instante que traspasó la doble puerta de cristal del hotel, un delicioso olor a carne asada y a leña la envolvió. La decoración era muy rústica, todo madera de pino y piedra, más típica de un alojamiento de alta montaña que de esa zona, pero de una calidez indiscutible. Clara sonrió a la chica que se encontraba al otro lado del mostrador, sus miradas se cruzaron un segundo, antes de que sus ojos adolescentes volvieran a estar pendientes de los mensajes del móvil, ignorando su presencia.
─Hola, soy Elisa…Elisa Gómez
La chica le pasó un formulario sin apartar la vista de su teléfono, (mucho más interesante que una cliente forastera). Sus dedos seguían tecleando a gran velocidad, mientras le informaba de modo autómata:
─Tiene que rellenar ese cuestionario con los datos y se paga por adelantado
Clara elevó el tono de su voz, en un intento de recuperar su atención
─Perdona, pero ya envié todos mis datos por internet y pagué hace días. Solo necesito que me des la llave
La chica alzó la vista con gesto de fastidio
─Lo de internet lo lleva mi madre…Ha salido un momento, la puede esperar en la salita, o en el bar.
Los ojos de Clara buscaron ambas cosas. Descubrió que la salita consistía en un antiguo sillón orejero junto a la chimenea, la tela estaba desteñida y presentaba varias quemaduras de cigarrillo. El bar no tenía mejor aspecto, varios hombres vestidos con ropa de trabajo se encontraban apoyados en la barra ante una cerveza o algún licor fuerte, discutían sobre la última jugada del futbolista del momento y el destello de sus ojos confesaba que la bebida que estaban tomando no era la primera del día.
Decidió sentarse en el viejo sillón y ojear alguna revista de las que descansaban sobre la mesita. La fotografía de Andy protagonizaba uno de los rumores del momento, donde un titular rezaba: «Andy Nichols, el soltero mas codiciado y deseado de toda Inglaterra. Dicen que ninguna mujer ha conseguido llegar a su corazón… ¿Lo hará su próxima compañera de reparto?». En la foto, una chica prácticamente adolescente se colgaba de su musculoso brazo, con un vestido tan diminuto como su edad.
Mientras rebuscaba entre las publicaciones con desgana su teléfono sonó. Le había prometido a Samuel que llamaría en cuanto estuviera instalada, pero en aquel momento no le apetecía escuchar su interrogatorio desconfiado, aquella voz triste que habitualmente se teñía de pinceladas de desilusión con cada respuesta que ella le daba. Puso el modo silencio en el dispositivo y volvió a guardarlo en el bolso. Sus ojos resiguieron las paredes, repletas de fotografías: algunas en blanco y negro y otras en un color mortecino, que dejaban intuir la época lejana a la que correspondían. Mostraban a los habitantes de la zona en diversos actos y fiestas locales. Buscó algún rostro conocido y encontró a su hermana entre un grupo de chicos que la miraban embelesados. Por lo que pudo deducir era el día de la feria, en la Fiesta Mayor del pueblo, y entre sus acompañantes pudo reconocer a Joan, moreno y fuerte, que posaba con sutileza un brazo sobre el hombro de Isabel. Junto a él se encontraba Andy, con su encantadora sonrisa, mirando directamente a la cámara. A su lado, algo rezagado, estaba Daniel. Su mirada, casi vergonzosa, no miraba al fotógrafo, se perdía en la lejanía, como si el objeto de su interés no estuviera allí. Su amplia espalda dejaba caer los hombros en un gesto alicaído y sus grandes manos reposaban inertes a los lados, temiendo tocar al resto del grupo. Parecía que se había unido en el último momento, alguien, probablemente Andy, le habría llamado:<<Dani, ven, únete a nosotros>>, pero su incomodidad no había escapado al escrutinio del objetivo.
Se levantó del sillón con la intención de estudiar las imágenes más a fondo y comprobó que, en prácticamente todas ellas, aparecía Daniel. En la mayoría acompañaba a grupos, de más o menos gente, con ese gesto entre incómodo y vergonzoso. Solo en una sonreía, frente a la caseta de algodón de la feria. Clara se encontraba a su lado sosteniendo un gran azúcar de algodón de color rosa y su otra mano rodeaba el ancho brazo del chico.
La joven se acercó por detrás al ver su interés en las imágenes
─Es Dani, mi hermano.
Clara la miró sorprendida
─No sabía que Dani tenía una hermana… ¿Cómo está?
La chica, que hasta ahora no se había interesado por aquella mujer, más que para quejarse cuando había interrumpido su conversación con su mejor amiga, la miró con desconfianza
─Usted… ¿lo conoce? ¿Es del pueblo?
─No, no…Soy amiga de Andy, he venido al funeral de su abuela. Pero una vez coincidí con tu hermano…
La chica la miró impresionada, al oír el nombre de Andrew
─ ¿De Andy Nichols…? ¿El actor?
Clara asintió sonriente, su táctica para desviar la atención de la muchacha había funcionado. Esta la miró como si fuera una aparición divina
─Y usted podría… ¿Podría pedirle un autógrafo para mí? Expliqué a mis amigas que era amigo de mi hermano y no me creyeron. Sería fantástico si les pudiera enseñar un autógrafo dedicado…
─ ¡Haremos algo mejor!, le diré que se pase por aquí y te lo dedique en persona. Seguro que estará encantado si sabe que eres hermana de Dani. ¿Cómo te llamas?
La joven adolescente sonrió complacida, mientras volvía a introducirse detrás del mostrador y sacaba una pequeña caja de metal repleta de llaves
─Me llamo Carmeta… Tome, esta es la llave de la habitación número 12. Es la mejor que tenemos…
Clara recogió la llave, pero antes de subir las escaleras intentó una vez mas descubrir que había pasado con Dani
─ ¿Tu hermano vive aquí?…Andy estaría muy contento si pudiera saludarlo
La chica torció el gesto, en señal de disgusto
─No, él… no está muy bien. Tuvo un accidente cuando era pequeño, le cayó encima el tractor de mi padre y ya nunca se recuperó. Cuando yo nací ya no vivía aquí, se lo tuvieron que llevar a un centro especial─. Hizo un gesto con el dedo marcando un círculo alrededor de la sien─ Ya sabe…
Clara asintió en silencio y guardó la llave en el bolsillo de la chaqueta. Subió las escaleras con extrema lentitud, mientras su mente no paraba de darle vueltas a las últimas palabras de su anfitriona.
Así que también se habían llevado a Dani…, lo habían arrancado de su familia y lo habían internado en alguna institución donde no fuera una molestia, probablemente sin alcanzar a comprender nada de lo sucedido. La familia Nichols se había encargado de borrar minuciosamente cualquier huella que pudiera delatarles, sacudiéndose de encima todo lo que pudiera involucrar su buen nombre. Un dolor agudo invadió por completo su interior, magnificándose y agrietando la herida que con tanto esfuerzo había creído cerrar. Su estancia aquí no iba a ser fácil y encontrase cara a cara con los padres de Andy tampoco. El dolor por Dani, por ella y por todo lo que se había estropeado aquella maldita noche veinte años atrás se apoderó de su cuerpo. Sin quitarse la ropa se recostó en la cama, cerró los ojos y un gemido agudo y desgarrador emergió de sus entrañas. Después de tantos años reprimiéndolas, las lágrimas explotaron sin avisar y cayeron sin control. Derramó todas las que durante tantos años se había negado a dejar ir hasta caer agotada y, lentamente, la capa de resentimiento que había ido recubriendo su corazón endureciéndolo durante años, se fue reblandeciendo.
Luego, la impotencia de no poder recuperar el tiempo perdido de su infancia absorbió todo el rencor acumulado, dejando solo un inmenso vacío en su interior.